Quizás la bondad sea uno de los valores éticos que más apreciamos
en los demás y que más nos gustaría que nos rodease por doquier. ¿A quién no le
gustaría estar rodeado de gente buena, afable, atenta, alegre, considerada y
respetuosa, generosa…?
Como todas las virtudes humanas, es en su manifestación a través de los actos donde se define. Todos sabemos reconocer a una persona bondadosa aunque no sepamos definir la bondad y esta se exprese de infinitas formas.
La bondad nos envuelve en nuestra vida cotidiana mucho más que lo que apreciamos conscientemente, a pesar de que a veces pueda parecer lo contrario. Ella es la base de todo lo bueno que compartimos, es la que hace posible la convivencia, los bienes civilizatorios y la cultura, la generosidad y el esmero en la búsqueda del bien común que nos humaniza. Es, justamente, su ausencia, el egoísmo a ultranza, el que destruye los tejidos que unen y cohesionan la vida.
La bondad es un motor interior que busca el bien en los demás y en nuestro entorno involucrándonos a nosotros mismos. Esa predisposición constante hacia el bien, preocupándose por lo que los demás necesitan, se manifiesta desde el pensamiento, las emociones y los actos, convirtiendo a la persona en un “faro de luz” que emana alegría, seguridad y confianza. Su presencia ilumina, no nos ensombrece. Sembrador del bien, no trabaja con el “¿tú o yo?”, sino con el “nosotros”. Por eso podemos identificar bondad con amor.
Resulta difícil imaginar la verdadera bondad sin reconocer en ella humildad, sencillez y respeto hacia la dignidad del otro. La bondad no es prepotencia ni paternalismo que desde la arrogancia se yergue como hacedor y conocedor del bien. Al contrario, la bondad parece tener mucho que ver con la paciencia (que muchas veces la pone a prueba). Un hombre bueno, por lo general, es paciente, largo en sus expectativas, pues concede a los demás la libertad y margen de error que todos necesitamos en la vida. Una cierta seguridad y confianza interior nacen de su profundo sentido de la vida.
Esa bondad de raíces profundas va unida a la sonrisa fácil, a la afabilidad y a la ternura. Desde la empatía y la generosidad trata de poner alegría alrededor.
La irradiación de alegría y serenidad que produce es fruto de no caer en la superficialidad, de valorar más allá de las exigencias y necesidades de la vida a las personas y a todo lo que nos hace más humanos. Por eso la bondad, la atención, el tacto y la dulzura de carácter que pone de manifiesto, hacen tan fácil la convivencia.
A veces podemos objetar que la bondad ciega causa estragos, sobre todo cuando nos empeñamos en ayudar sin saber las consecuencias o sin tener en cuenta la realidad o libertad del otro. ¡Cuántas barbaridades se han cometido bajo la sentencia: “es por tu bien, lo hago porque te quiero”! Por eso la bondad se complementa con el discernimiento y ambos se conjugan dando lugar a la sabiduría. En este proceso la bondad no pierde sus cualidades, sino que amplía otras poniendo luz a su calor natural.
También, en ocasiones, nos encontramos ante el dilema de ser buenos o justos. Aunque ya abordaremos en otro momento el tema de la justicia, que de alguna manera debe dar a cada cual lo que le corresponde según su naturaleza y sus actos, ¿por qué tendríamos que separarlos ensombreciendo la justicia con la ausencia de la bondad y viceversa?
El amor dulcifica la voluntad y le da formas bellas y afables, además de canalizarla hacia un buen fin. La bondad humaniza la justicia recordándonos que todos somos humanos y que, ultérrimamente, la finalidad de la justicia también es el Bien. Bondad y justicia parece que no solo pueden convivir, sino que deben hacerlo. Siempre me ha resultado muy inspiradora la imagen del modelo de realización como el de aquel ser humano justo, bueno y sabio. Y me pregunto si realmente estos atributos pueden vivir separados para desarrollarse plenamente.
Pero tocando el final podemos cuestionarnos: ¿nacemos buenos o nos hacemos buenos?
Las modernas neurociencias nos hablan cada vez más de una evidente tendencia en el hombre hacia el bien de los demás como algo innato, arraigado incluso en nuestra biología. Es cierto que hay en nosotros otras muchas tendencias hacia la supervivencia animal que podrían anularla, que conviven en nuestra naturaleza impulsos de toda índole. La complejidad en la vida es un hecho natural que exige de una dirección y armonización que la canalice. Pero la bondad parece que nos hace más humanos.
Como todo, podemos cultivar la bondad, cuya raíz parece existir en todos los seres, o dejarla apagarse bajo el peso del egoísmo; alimentar lo que nos humaniza o nos animaliza (con perdón de los animales).
Personalmente creo que, en la medida en que tratamos de potenciar las semillas de la bondad en nosotros, las flores que se abrirán en nuestra vida a través de nuestros actos, de nuestras actitudes, nos aportarán cada vez más serenidad y felicidad. Como decía Platón: “Buscando el bien de nuestros semejantes encontramos el nuestro”.
Como todas las virtudes humanas, es en su manifestación a través de los actos donde se define. Todos sabemos reconocer a una persona bondadosa aunque no sepamos definir la bondad y esta se exprese de infinitas formas.
La bondad nos envuelve en nuestra vida cotidiana mucho más que lo que apreciamos conscientemente, a pesar de que a veces pueda parecer lo contrario. Ella es la base de todo lo bueno que compartimos, es la que hace posible la convivencia, los bienes civilizatorios y la cultura, la generosidad y el esmero en la búsqueda del bien común que nos humaniza. Es, justamente, su ausencia, el egoísmo a ultranza, el que destruye los tejidos que unen y cohesionan la vida.
La bondad es un motor interior que busca el bien en los demás y en nuestro entorno involucrándonos a nosotros mismos. Esa predisposición constante hacia el bien, preocupándose por lo que los demás necesitan, se manifiesta desde el pensamiento, las emociones y los actos, convirtiendo a la persona en un “faro de luz” que emana alegría, seguridad y confianza. Su presencia ilumina, no nos ensombrece. Sembrador del bien, no trabaja con el “¿tú o yo?”, sino con el “nosotros”. Por eso podemos identificar bondad con amor.
Resulta difícil imaginar la verdadera bondad sin reconocer en ella humildad, sencillez y respeto hacia la dignidad del otro. La bondad no es prepotencia ni paternalismo que desde la arrogancia se yergue como hacedor y conocedor del bien. Al contrario, la bondad parece tener mucho que ver con la paciencia (que muchas veces la pone a prueba). Un hombre bueno, por lo general, es paciente, largo en sus expectativas, pues concede a los demás la libertad y margen de error que todos necesitamos en la vida. Una cierta seguridad y confianza interior nacen de su profundo sentido de la vida.
Esa bondad de raíces profundas va unida a la sonrisa fácil, a la afabilidad y a la ternura. Desde la empatía y la generosidad trata de poner alegría alrededor.
La irradiación de alegría y serenidad que produce es fruto de no caer en la superficialidad, de valorar más allá de las exigencias y necesidades de la vida a las personas y a todo lo que nos hace más humanos. Por eso la bondad, la atención, el tacto y la dulzura de carácter que pone de manifiesto, hacen tan fácil la convivencia.
A veces podemos objetar que la bondad ciega causa estragos, sobre todo cuando nos empeñamos en ayudar sin saber las consecuencias o sin tener en cuenta la realidad o libertad del otro. ¡Cuántas barbaridades se han cometido bajo la sentencia: “es por tu bien, lo hago porque te quiero”! Por eso la bondad se complementa con el discernimiento y ambos se conjugan dando lugar a la sabiduría. En este proceso la bondad no pierde sus cualidades, sino que amplía otras poniendo luz a su calor natural.
También, en ocasiones, nos encontramos ante el dilema de ser buenos o justos. Aunque ya abordaremos en otro momento el tema de la justicia, que de alguna manera debe dar a cada cual lo que le corresponde según su naturaleza y sus actos, ¿por qué tendríamos que separarlos ensombreciendo la justicia con la ausencia de la bondad y viceversa?
El amor dulcifica la voluntad y le da formas bellas y afables, además de canalizarla hacia un buen fin. La bondad humaniza la justicia recordándonos que todos somos humanos y que, ultérrimamente, la finalidad de la justicia también es el Bien. Bondad y justicia parece que no solo pueden convivir, sino que deben hacerlo. Siempre me ha resultado muy inspiradora la imagen del modelo de realización como el de aquel ser humano justo, bueno y sabio. Y me pregunto si realmente estos atributos pueden vivir separados para desarrollarse plenamente.
Pero tocando el final podemos cuestionarnos: ¿nacemos buenos o nos hacemos buenos?
Las modernas neurociencias nos hablan cada vez más de una evidente tendencia en el hombre hacia el bien de los demás como algo innato, arraigado incluso en nuestra biología. Es cierto que hay en nosotros otras muchas tendencias hacia la supervivencia animal que podrían anularla, que conviven en nuestra naturaleza impulsos de toda índole. La complejidad en la vida es un hecho natural que exige de una dirección y armonización que la canalice. Pero la bondad parece que nos hace más humanos.
Como todo, podemos cultivar la bondad, cuya raíz parece existir en todos los seres, o dejarla apagarse bajo el peso del egoísmo; alimentar lo que nos humaniza o nos animaliza (con perdón de los animales).
Personalmente creo que, en la medida en que tratamos de potenciar las semillas de la bondad en nosotros, las flores que se abrirán en nuestra vida a través de nuestros actos, de nuestras actitudes, nos aportarán cada vez más serenidad y felicidad. Como decía Platón: “Buscando el bien de nuestros semejantes encontramos el nuestro”.
Fuente: blog.nueva-acropolis.es
Hola Miguel, aquí de nuevo. Otro tema interesante nos planteas. Te comento, desde dentro puedo reconocer lo bueno porque reconozco lo que no es bueno. Gracias a que puedo verlo dentro, también puedo ver lo bueno y lo que no es bueno en los demás.
ResponderEliminarUn beso y un abrazo